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Habemus Papam! A 73 años de la elección de Pío XII (1)
El cónclave para elegir sucesor al papa Pío XI (fallecido el 10 de febrero de 1939) se clausuró un día como hoy de hace setenta años, es decir el 1º de marzo de 1939. Eran tiempos especialmente difíciles, en los que la escalada bélica en Europa era cada vez más amenazadora. En realidad, se estaban cosechando los frutos de los errores sembrados en Versalles veinte años atrás, cuando los estadistas y políticos occidentales, haciendo caso omiso a los llamados a la moderación de Benedicto XV, liquidaron la Gran Guerra mediante una paz implacable y onerosa para los vencidos, creando así las condiciones para que volvieran a germinar el resentimiento, el odio y el afán de revancha. La crisis de 1929 y la depresión consiguiente habían generado un gran descontento y acabado por desacreditar al sistema liberal imperante, favoreciendo la ascensión al poder de regímenes autoritarios, que se presentaban como una alternativa a la amenaza del bolchevismo.
La década de los años treinta vio cómo los distintos totalitarismos pugnaban por avanzar en Europa. España era el escenario más trágico de esta lucha desde 1936 cuando quedó dividida en dos bandos apoyados respectivamente por Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini y por la URSS de Stalin. Las democracias occidentales se limitaban al papel oficial de espectadoras, aunque se hallaban seriamente preocupadas de que el precario equilibrio internacional se rompiera debido a la política agresiva germana. Ello las había llevado a practicar una política de apaciguamiento, que tuvo su punto culminante en la conferencia de Munich de septiembre de 1938, en la que el Reino Unido y Francia cohonestaron el expansionismo del nazismo (que se había anexionado Austria mediante el Anschlüss en marzo y se apoderaría de los Sudetes en octubre, disolviendo así Checoeslovaquia). Por otro lado, la URSS ya apuntaba hacia Finlandia y las Repúblicas Bálticas, así como a la difusión del comunismo en Europa a través de los Balcanes.
En el aspecto religioso, la situación no era tampoco muy halagüeña. Por un lado, era de temer el avance del comunismo, que había dado pruebas de su carácter antirreligioso en Rusia (donde había casi aniquilado a la Iglesia Ortodoxa) y en España (país en el que había organizado la persecución religiosa sistemática más cruenta de los tiempos modernos). Por otro lado, los gobiernos de Italia y Alemania no ocultaban su hostilidad hacia la Iglesia Católica, a cuyo clero y organizaciones –considerados como un estorbo para el adoctrinamiento de la juventud– hostigaban crecientemente en contravención de los concordatos firmados con la Santa Sede (cierto es, sin embargo, que sin éstos la condición de los católicos hubiera sido mucho peor). El panorama era, pues, más que preocupante cuando expiró Pío XI.
El cardenal Eugenio Pacelli, que había sido secretario de Estado del difunto papa, era también camarlengo de la Santa Iglesia Romana, cargo que otorga a su titular el poder de administrar los bienes temporales de la Santa Sede (dependientes antiguamente de la Cámara Apostólica) y el de presidir el gobierno interino de la Iglesia –que reside en el Sacro Colegio– durante la sede vacante. También le compete la certificación de la muerte del Papa y el sellado de todos sus aposentos. Contrariamente a lo que se suele creer, el cardenal Pacelli no observó la costumbre de golpear suavemente tres veces con un martillito de plata la sien del cadáver de Pío XI llamándolo por su nombre de pila, la cual había caído en desuso desde la época del cardenal Oreglia di Santo Stefano, que la omitió en 1903, cuando hubo de verificar el óbito de León XIII. Pacelli se limitó a hacer constar notarialmente que su amado mentor había realmente fallecido y retiró de su dedo el Anulus Piscatoris para su destrucción, de modo que no fuera posible falsificar bulas ni otros documentos pontificios. También tocó al camarlengo, en su condición de arcipreste de la Basílica Vaticana, la preparación del Palacio Apostólico para albergar el cónclave, que implicaba por entonces un estricto aislamiento de los electores. Debían acondicionarse 62 celdas para éstos, dividiendo los ambientes disponibles mediante tabiques y aprovechando al máximo el espacio. Los sampietrini tenían por entonces mucho trabajo que desquitar en poco tiempo, efectuando obras de mampostería, carpintería y cerrajería, además de total encalado de las ventanas para quitar toda visibilidad tanto desde dentro hacia fuera recinto como viceversa.
Pío XI, como se sabe, había preparado concienzudamente a su cardenal secretario de Estado para sucederle y así lo dio a entender en alguna ocasión a sus circunstantes, especialmente si eran cardenales (es decir, futuros votantes). Sin embargo, en los pasillos de los palacios vaticanos más bien se descartaba la elección de Pacelli. De acuerdo con el testimonio de Nazareno Padellaro (autor de una excelente biografía de Pío XII que seguimos para estas líneas), en L’Osservatore Romano nadie la creía posible, en el convencimiento de que una vez más se iba a cumplir la regla no escrita que barraba el paso del trono papal al secretario de estado del reinado anterior. El mismo interesado parecía estar seguro de que no saldría elegido: había indicado a sor Pascualina, su fiel gobernanta, que preparara su equipaje para una estancia más o menos larga en la casa de reposo Stella Maris de Rohrschach (que pertenecía a la congregación de la monja). Además, había puesto su despacho de la Secretaría de Estado listo para que lo ocupara su sucesor. La misma mañana de la clausura del cónclave, los oficiales y todo el personal de las tres secciones de aquélla quisieron fotografiarse con su antiguo jefe como despedida.
Las legislaciones aplicables al acontecimiento que estaba por desarrollarse eran dos: la constitución apostólica Vacante Sede Apostolica dada por san Pío X el 25 de diciembre de 1904 y el motu proprio Cum proxime dado por Pío XI el 1º de marzo de 1922. Hasta el siglo XX los cónclaves se habían regido por la bula fundamental Ubi periculum de 7 de julio de 1274, que Gregorio X había sancionado en medio del Segundo Concilio Ecuménico de Lyon. Los pontífices sucesivos habían hecho retoques, los más importantes de los cuales fueron los establecidos por Pío IV mediante la constitución apostólica In eligendis de 9 de octubre de 1562 y por Gregorio XV mediante la constitución apostólica Aeterni Patris de 15 de noviembre de 1621.
San Pío X vio la necesidad de una reorganización completa del vetusto mecanismo de la elección papal para adaptarla a la marcha de los tiempos. Ya a poco de ser elegido había abolido el abusivo “derecho de exclusive” que reivindicaban las potencias europeas católicas –y habían ejercido en varias ocasiones– para impedir que un candidato no grato a alguna de ellas se convirtiera en papa. Los puntos principales de la constitución Vacante Sede Apostolica eran: que la elección del Romano Pontífice correspondía a los cardenales de la Santa Iglesia Romana y sólo a ellos (aunque la Iglesia se hallara en concilio ecuménico, que quedaba suspendido automáticamente por la muerte del Papa); que todas las penas y censuras eclesiásticas (incluida la excomunión) a las que estuviera sujeto un cardenal cesaban a los solos efectos del cónclave para que éste pudiera votar; que los cardenales tenían un plazo de diez días para reunirse en cónclave después de la muerte del Papa; que quedaría elegido el cardenal que obtuviera las dos terceras partes de los votos.
Cuando Achille Ratti se convirtió en Pío XI en 1922, a tres cardenales del otro lado del Atlántico no les dio tiempo de llegar al cónclave: O’Connell de Boston, Dougherty de Filadelfia y Bégin de Québec. Éstos manifestaron al flamante Papa que estaban encantados de que hubiera resultado elegido, pero que les habría gustado participar en la votación. Fue entonces cuando Pío XI, mediante el citado motu proprio Cum proxime, decidió alargar el plazo de reunión del cónclave a quince días –en lugar de diez– después de la muerte del Sumo Pontífice, pudiendo el Sacro Colegio extenderlo tres más dieciocho si así lo consideraba necesario. Esta facultad fue usada ya a la muerte del papa Ratti, ocurrida el 10 de febrero de 1939, pues los cardenales se encerraron el 1º de marzo siguiente, o sea dieciocho días después.
A las 4 de la tarde del miércoles 1º de marzo sonó la campana que convocaba a los cardenales a entrar en cónclave. Los 62 electores se fueron reuniendo en la Sala de los Paramentos. Vestían hábito de coro de color violáceo y fajín de seda sin flecos ni borlas en señal del luto que aún tenían que llevar por Pío XI. En dirección de la Capilla Paulina, atravesaron sucesivamente la Sala Ducal (donde les esperaban la Guardia Palatina de honor y los Gendarmes Pontificios) y la Sala Regia (en la que se añadió al cortejo la Guardia Noble). En la segunda de ellas un público formado por el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, la nobleza y el patriciado romanos y periodistas presenciaba el paso de los senadores de la Roma papal, sucesores de los de la Roma de la Antigüedad. Al llegar a la capilla decorada con historias de san Pedro y san Pablo por Miguel Ángel, la procesión se detuvo para una breve oración, acabada la cual enfiló hacia la Sixtina. A la entrada de ésta, el cardenal Granito Pignatelli di Belmonte, decano del Sacro Colegio, entonó el Veni Creator continuado por el coro dirigido por el maestro Lorenzo Perosi mientras los purpurados, por orden de precedencia (primero los cardenales-obispos, después los cardenales-presbíteros y en fin los cardenales-diáconos) iban entrando en el recinto de la capilla (Pacelli era el vigésimo cuarto).
Una vez todos los príncipes de la Iglesia se hallaban dentro de la Capilla Sixtina y acabado el himno al Espíritu Santo, el prefecto de las ceremonias hizo su aparición para la primera intimación a los extraños al cónclave a fin de que abandonaran el recinto: resonó entonces el potente “Extra omnes!”. Las puertas de la capilla se cerraron, quedando dos guardias suizos apostados delante de ellas, mientras se leía el texto de la constitución de san Pío X y el motu proprio de Pío XI, seguidos del juramento de guardar absoluto secreto que cada cardenal ratificó poniendo la mano sobre los Evangelios. Mientras tanto, habiéndose avado también desde la Sala de los Paramentos y escoltado por un destacamento de la Guardia Suiza y palafreneros con antorchas, hizo su aparición monseñor Antonio Arborio Mella di Sant’Elia, el maestro de cámara pontificio, que se iba a desempeñar como gobernador del cónclave. A las 5 y media hizo su aparición el príncipe Ludovico Chigi della Rovere, que ostentaba el cargo hereditario de mariscal de la Santa Iglesia y custodio del cónclave. Iba también escoltado por la Guardia Suiza y también por pajes con su librea portando antorchas.
Las puertas de la Sixtina se reabrieron y cada uno de los cardenales, respondiendo a su nombre pronunciado por el prefecto de las ceremonias, fue saliendo en dirección a la celda que le había sido asignada, yendo acompañado por un guardia noble. Contemporáneamente, el cardenal decano ordenó el desalojo de los invitados que permanecían en la Sala Regia al sonido de una campanilla y de la exclamación conminatoria que ya se había escuchado antes: “Extra omnes!”. La concurrencia abandonó el Palacio Apostólico saliendo por el Patio de San Dámaso. Cuando todos los cardenales estuvieron ya en sus celdas se llevaron a cabo las últimas verificaciones antes de proceder a la clausura del cónclave. El camarlengo Pacelli, acompañado de los tres jefes de orden (Granito por los cardenales-obispos, O’Connell por los cardenales-presbíteros y Caccia-Dominioni por los cardenales-diáconos) y de un arquitecto, fue inspeccionando todos los rincones necesarios para asegurarse que no quedaba ningún extraño dentro del recinto. Concluídas las verificaciones, se ordenó cerrar las puertas, siendo consignadas las llaves al secretario del cónclave.
Entretanto, el mariscal-custodio había sido advertido por uno de los ceremonieros y se hallaba ante la puerta principal acompañado por el gobernador del cónclave, el gobernador de la Ciudad del Vaticano, los prelados de la Cámara Apostólica, notarios, testigos, capitanes de la guardia especial para la ocasión y miembros de la Guardia Suiza. Este grupo se unió al del camarlengo para proceder a la oclusión de los accesos al cónclave: primero el del arco que separa la Torre Borgia del Patio del Papagayo; después, el de la Escalera de Pío IX. Los albañiles lo cierran mediante un doble tabique de madera. Comprobadas las cerraduras de las puertas internas y externas, así como de los pequeños tornos practicados en ellas (única comunicación con el mundo exterior para casos de emergencia), se levanta acta notarial y se hace la tercera y última intimación mediante el “Extra omnes!”. El príncipe Chigi puso sus sellos sobre las puertas externas y recibió sus llaves, mientras el gobernador hizo lo propio con las puertas internas. A las 7 y cuarto, ya atardecido, los cardenales quedaban completamente segregados del resto de los hombres para dedicarse a la tarea más importante que deberán absolver en su vida: la de elegir al nuevo Vicario de Cristo.
Eugenio Pacelli se retiró entonces a su apartamento, que era el mismo que había ocupado como secretario de Estado, por lo que no le había sido asignada celda. Los cardenales tenían en ese tiempo cada uno sus asistentes personales llamados “conclavistas”, sujetos a la misma obligación de secreto que sus señores. Lo que constituía una novedad sin precedentes es que Pacelli quiso conservar junto a sí a su gobernanta, de modo que sor Pascualina fue la primera mujer que estuvo presente en un cónclave (nunca hasta ahora ha vuelto a repetirse la experiencia). El cardenal camarlengo no sabía prescindir de los servicios de la religiosa que sabía mejor que nadie cuidar su delicada salud y se hizo una excepción. Después de una frugal cena, parece que Pacelli acudió a visitar a su amigo el cardenal Marchetti-Selvaggiani, que se hallaba enfermo en cama dentro del cónclave. El encuentro habría sido especialmente cordial y el vicario de Roma le habría predicho por primera vez su elección, lo que le causó cierta turbación. Después de satisfacer el deber de la amistad y la caridad se retiró para el merecido descanso nocturno. Necesitaba reponerse de una jornada especialmente intensa y extenuante y reunir fuerzas para el día siguiente, que traería sus nuevos e decisivos afanes.
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